Cuando Hernest me abrió la puerta del coche, la nieve ya cubría las huellas que las llantas habían dejado en el asfalto. Desde hacía al menos veinte kilómetros un buen puñado de copos tan grandes como bolas de algodón se habían dejado caer por las hectáreas de la colina. El viento había parado y lo único que se oía era el sordo crujir de la nieve bajo nuestras botas. Del coche al umbral de la puerta dejamos cincuenta y dos huellas: treinta y dos mías y dieciocho de Hernest, que tenía el paso mucho más lento y las piernas más largas. Cayó tal nevada que desaparecieron al instante.
Las huellas son efímeras, no como el olor exhalaba la residencia de los Sartori. Palo Santo, azahar y argania, como cada año. Por la falta de hedor a humedad, estimaba que mi madre ya habría llegado hacía, al menos, una semana. Todas las luces del hall estaban encendidas e, incluso, la chimenea me daba una cálida bienvenida ardiendo sin contemplaciones la madera de nuestra leñera. Hernest cogió mi maleta y con un leve gesto con la cabeza se despidió de mí en silencio. Sacudí mis botas en la entrada y enseñé mis palmas desnudas a las llamas. El viaje fue largo y frío. Estaba cansada y hambrienta. Mi madre no dio señales de vida por lo que supuse que se encontraría en la bañera de su dormitorio con un copazo de Frangelico y sales del Mar Muerto. Me fui a la cocina con la intención de llenar el buche antes de tener que hablar con la borracha de la bañera. Las riñas con la tripa llena eran menos riñas.
Todo seguía como siempre: los cucharones de madera adornando la encimera, las flores secas, los tarros de kilo de cacao que encargaban a Hernest, traído de Costa de Marfil, para las Navidades, la pasta secándose, las botellas de leche entera en la despensa, tomates en el cesto. Y como todo seguía como siempre, no quise desequilibrar la tradición y me puse manos a la obra con mi ritual de todas las mañanas: chocolate a la taza con canela. A duras penas llegué a los cazos. Abrí una botella de leche, la más espesa que había visto en años y, con una cerilla del tamaño de dos, encendí el fogón que me escupió aire del infierno a la cara. Removí concienzudamente la leche hipnotizada por las pequeñas burbujas que se formaban en los bordes. Aquello empezaba a coger temperatura, como mi espalda al sol en los jardines de esa misma casa en los veranos de antaño.
—Y tú, ¿quién eres? —dijo con autoridad una voz a mis espaldas que no reconocía.
Me asusté en mi propia casa. Por un momento dudé estar donde estaba y el error que podía haber cometido Hernest camino a casa. Caserones como esos, neogóticos, no abundaban por los Alpes, pero también es verdad que llevaba tres años sin pisar Suiza y que a pesar de verse como mi casa, nunca se pudo decir que la sentí como tal. El cacao de importación no podía mentir. Nadie compraría semejante capricho excepto mi madre. Me di la vuelta lentamente con el cucharón amenazante en la mano.
—Que quién eres —repitió mirándome fijamente.
—Marina —sentí que de verdad estaba allanando la morada de alguien.
—¿Marina? ¿Marina Sartori? ¿La pequeña de los Sartori? —repitió perpleja hasta que logré articular palabra.
—Sí… claro. ¿Qué otra Marina podría ser? —dije, rotunda.
Se aproximó y agarró el cucharón que sostenía en la mano. Pasó de largo y empezó a remover la leche que estaba removiendo yo segundos antes-
—Perdona, las fotos que hay tuyas en esta casa son de cuando tenías… ¿cuántos?¿Diez años? ¿Cuántos tienes ahora? —preguntó—. Es igual. No tenía ni idea de que llegaríais hoy, tu madre no me ha avisado. Suele ser así Sylvana, ¿no? Despistada —me dejó perpleja. Hablaba muy rápido.
—Ebria. Despistada no, ebria más bien —dije sonriendo.
—¿Te estás riendo de tu madre? No lo hagas delante de mí.
Nunca supe si su seriedad repentina estaba dentro de una ironía implícita o de verdad lo decía en serio con la más pulcra profesionalidad. Estuvimos calladas unos minutos mientras ella removía la leche a punto de ebullir.
—Yo no sé quién eres —dije carraspeando antes.
Me miró y sonrió. Tenía una sonrisa muy blanca y unos colmillos demasiado puntiagudos para ser una persona corriente. Yo tenía la teoría de que la gente con los colmillos afilados eran mucho más voraces en todos los sentidos de la vida. Un cuerpo que te permite desgarrar carne cruda es un cuerpo adaptado a la vida animal, y los animales son mucho más inteligentes. Mucho más.
—Pásame el cacao —me dijo.
Tenía las manos calientes, rosáceas y suaves. Imaginé que por su color de piel, tan pálido, su pelirrojo era natural, y no era por esos ungüentos traídos del sur de España que tanto furor estaban causando en el Berlín de los 60. Vertió cuatro cucharones de cacao y volvió a remover sin mirarme. Como pez en el agua se movió por la despensa de la cocina y dejó caer en una caza canela en polvo para después servir el chocolate denso y humeante.
—Soy la nueva cocinera de los Sartori. Y cuidado que quema —dijo de nuevo sonriendo —. Me llamo Camila Reid. Para lo que quieras.
No sé qué debí haber hecho después de saber que había tildado de borracha a la nueva empleada de mi madre. Soplé en la taza, las gafas se me empañaron y cuando acabé de limpiarlas ya se había ido.
—¿No piensas darle un beso a tu madre? —gritó mi madre con los brazos abiertos desde el pasillo. Llevaba una toalla en la cabeza y una copa vacía en la mano. Ebria. Ebria, como poco.
Lee aquí la segunda parte.