Alice Pieszecki inventó en su día un infalible método para unir a todas las bolleras de la ciudad y tener un claro mapa de acción-reacción-friccón. Sí, sobre todo de fricción. Alice era una tía lista, pero es que en esa década no se estilaba tanto Facebook, mucho menos Instagram y, queridas exnovias de mi vida, por mucho que subáis una foto con dos horas de diferencia, veo que estáis en el mismo lugar. El mapa de conexiones funcionaba porque había una lealtad para con el mundo bolleril, lo veías claro y tirabas las flechas con rotulador negro hacia una nueva presa caída pero con cierta dignidad. Ahora no, ahora cualquiera es amiga de amiga y, ¡casualidad! Tienen mucho en común: TÚ.
La primera reacción es la sorpresa. Te lo esperases o no, has de hacerte la sorprendida. Te guardas para ti todas las cosas que tenías en común con ambas y deshechas la posibilidad de decirle a alguien que, efectivamente, la segunda te recordó a la primera y siempre supiste que serían buenas amigas si se conocieran. Pues bien, se han conocido y ahora juegan al escondite bajo las sábanas. Como contigo pero sin ti.
Es igual, ya las has olvidado. Ponte la coraza y finge la siguiente reacción: la vergüenza ajena. Cuando ya la gente de tu círculo se hace eco y empieza a preguntar, la sorpresa ya no vale. Has de quedar por encima, debes hacerlo, es tu obligación como guardiana personal de tu ego. “Pssss… Anda que no hay personas en el mundo que tienen que recurrir a mi agenda”. O puedes añadirle un tono de humor diciendo: “He estado con tantas que era inevitable que algunas se encontraran”. Bueno, cálmate, fucker. La risa nerviosa te delata. Ahora mismo las odias.
Nuestra gran amiga la melancolía se despierta en este tipo de ocasiones erotico-festivas (para nada) y le da por tocar tu puerta con medio litro de helado de brownie y veintisiete paquetes de kleenex. Resulta que la primera fue un gran amor, pero te hizo daño y, aún queriéndola, hizo aguas la relación y saltaste del barco. Navegaste a la deriva hasta la segunda, que era una preciosa isla tropical donde fuiste tremendamente feliz hasta que la deforestaste porque te habías acostumbrado a la frialdad de un buque de guerra y necesitabas drama y movida para sentir emoción. Ahora resulta que ese barco ha atracado en esa isla que dejaste marchita y están juntas plantando lirios y cosechando fresas en el huerto urbano que se han montado en el centro de tu misma ciudad. Tienen un gato, leen a Bukowski por las noches y sacan fotos a sus vasos de Starbucks con sus nombres. Ahora solo te queda ahorrar porque te invitarán a su boda, faltaría más, que sin ti ellas no serían más que dos desconocidas buscándose. ¡Ay, naufraga! Tómatelo con humor.