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Crítica de cine lésbico | Disobedience

30 de mayo de 2018 | Cine y TV
disobedience

Disobedience, la película escrita y dirigida por Sebastián Lelio basada en la novela homónima de Naomi Alderman, es coherente, comedida y llena de verdad.

Cómo no iba a salir del pase como salí, si las actuaciones en Disobedience son exquisitas y los diálogos son naturales y comedidos. La clave para empalizar es creértelo y yo me lo creí. Rachel Weisz se apaga como una vela agotada con cada conflicto. Ronit (Rachel Weisz) se desgasta, se intenta rebelar y se hunde. No hace falta que Sebastián de más detalles de su pasado. Ronit huyó y, al volver, el problema seguía ahí, acechándola. Quise zarandearla más de una vez, pero ahí estaba McAdams para arrebatarle al menos un momento de miseria. La comunidad judío-ortodoxa, arenas movedizas para ella. En cambio Rachel McAdams, Esti, se desliza por la pantalla sin ruido, se mimetiza con el contexto en una diagonal, sí, ascendente, pero tenue y sigilosa. Son el tormento y el conformismo. La cobardía y la lucha.
La química es incuestionable. Ronit y Esti son conscientes de su atracción como lo son del mundo que les rodea. Mientras Ronit evade su realidad viviendo a un océano de distancia, Esti ha sabido amansar a la bestia de sus pasiones. Amansarla, que no matarla, hasta que ve a Ronit de nuevo. Lelio deja caer un espeso y oscuro manto de alquitrán sobre la historia. La religión establece los límites del campo de juego en las protagonistas que se mueven, hasta que llegan a la habitación de hotel.
Quizás sea el momento más esperado por todas, ese en el que dar rienda suelta al cúmulo de encuentros, coartados hasta el momento, explota. Sebastián Lelio no se ha reservado nada, pero lo ha hecho de una manera verosímil y coherente. El encuentro entre Ronit y Esti es visceral, algo que no podría haber sido si Weisz y MacAdams no hubiesen alcanzado a tocar el deseo de sus personajes con tanta verdad. Ansiedad, ganas y piel semidesnuda. Intensidad absoluta, jadeos y éxtasis. El esperado traspaso de saliva que no fue tan explícito como me hubiese gustado y, finalmente, orgasmos. 
No hay un final feliz porque acostumbramos a pensar que los finales felices acaban en boda, en hijos y en una casa en la playa. Os recuerdo de nuevo la coherencia del director para determinar que tiene el final más feliz que puede tener una historia donde las guerras se batallan tanto fuera como dentro de cada una. Tardé en entenderlo, por eso cuando salí del cine no pude dejar de arrastrar conmigo una sensación de decepción enorme. Hoy puedo decir que Sebastián Lelio ha narrado con soberana templanza el despertar de dos personas que se temían a ellas mismas y dejaron de hacerlo. ¿Hay final más feliz?

Lo mejor

Como en la música, los silencios son primordiales. Sebastián Lelio carece de Horror Vacui y aprecia los silencios y el tempo de la historia. Nos embauca en una espiral reflexiva donde escuchar la respiración del personaje y el crujir del suelo te acerca a sus pieles. Puro teatro en cine.

Lo peor

Hay un cambio de ritmo considerable entre el primer tercio de la película y el segundo. Innecesariamente lenta en la primera parte y con abuso de elipsis en las restantes.

Nota

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